sense nom

DEL P0RN0 FORDISTA AL P0RN0 NEOLIBERAL

, , , ,

18/05/2024
Facebook
Twitter
WhatsApp
Telegram
Email
Print

Por Oriol Rosell

Texto publicado originalmente en catalán en la revista L’Avenç nº507 (Abril de 2024)

El término “pornografía” tiene su origen etimológico en los vocablos griegos πόρνη (pórnē, prostituta) y γράφειν (gráphein, escribir, dibujar). Alude, pues, a la descripción de aquello que hacen las prostitutas, que el diccionario del Institut de Estudis Catalans define como “práctica de avenirse, de una manera habitual y profesional, a mantener relaciones sexuales con fines de lucro”. Así, cabe considerar la pornografía como una maniobra de re-mercantilización: la puesta en escena de una transacción; de la compraventa de una actividad (la de la prostituta) incorporada a su vez, en tanto mercancía pornográfica, a otra dinámica de consumo. La venta pública de una venta privada. Por eso, para analizar los contenidos de la pornografía y las variables de su modulación en el plano sociocultural debe tenerse en cuenta la lógica de los dos mercados, uno dentro del otro, que la significan en su articulación doble. El porno, su recepción y percepción, muta en relación directa con las transformaciones de los modos de su circulación y explotación. 

La legalización de la pornografía en Europa y Estados Unidos a finales de la década de los sesenta coincidió en el tiempo con el ocaso del capitalismo fordista. Visto en perspectiva, cuesta creer que fuera casualidad que el estreno de El diablo en la señorita Jones (The Devil in Miss Jones, Gerard Damiano, 1973), considerada una de las cumbres de la Edad de Oro del Porno, coincidiera con con el colapso de otra Edad de Oro, la del capitalismo —los tiempos del Wirtschaftswunder en Alemania, los Trente glorieuses en Francia i la New Economics en Estados Unidos—, debido a la primera crisis de petróleo. Aun menos que convergiera simultáneamente con el ensayo del proyecto neoliberal de Milton Friedman y sus Chicago Boys en el Chile tomado por Pinochet; el testeo de un modelo que, a partir de los ochenta, colonizaría gradualmente Occidente: primero, en el ámbito económico; después, en el cognitivo. Esta confluencia histórica bien podría entenderse como el anuncio de la disolución progresiva de cualquier freno moral y ético en la cooptación del deseo y su distribución en forma de bien de consumo que caracterizaría al neoliberalismo. Todo afecto, toda práctica, todo fetiche, dispondría en el futuro mercado neoliberal de mercancías diseñadas a su medida. Ningún apetito quedaría insatisfecho. Ni siquiera el más abyecto.

La regulación obscena

La dimensión pornográfica se articula en base a una lingüística de la certidumbre absoluta. Es un idioma sin ambigüedad, sin misterio ni sombra. Lo que se ve es lo que hay, y viceversa. Su literalidad lo distingue del lenguaje erótico, en cuanto que este requiere de la participación activa de la imaginación de quien mira, ocultando parte de la acción tras el velo de la sugerencia, de lo no dicho, lo no explicitado. Pero incluso en la explicitud, en la revelación de aquello que debería permanecer ob skené, fuera de escena, rige una cierta jerarquía del tabú: un dispositivo (in)moral multicapa constituido alrededor de una concepción específica de lo abyecto. Dicho de otro modo, dentro del porno se da una gradación de la obscenidad. Todo el porno es obsceno, pero no todo el porno es igual de obsceno. O no lo era hasta hoy.

La modulación de lo obsceno en el marco fordista está condicionada por un orden moral resonante en el comportamiento colectivo, una cadena de valores transversales que concretan la medida de lo abyecto. De ahí que el recurso a la imagen o la mención del goce de una sexualidad periférica a la norma —no conyugal, no monógama: no hegemónica, en definitiva— albergue el halo transgresor que explica la comunión eventual de pornografía y contracultura en la época de la legalización. Entre 1969 y 1984, el porno disfrutó de una cierta aura libertaria en tanto discurso abyecto, enfrentado a los patrones de performatividad sexual establecidos por la conservadora cultura dominante. En plena resaca hippie, son legendarias las colas para poder ver Garganta profunda (Deep Throat, Gerard Damiano, 1972) o Tras la puerta verde (Behind the Green Door, The Mitchell Brothers, 1972) en salas de cine “comercial”. Colas formadas, principalmente, por parejas heterosexuales, jóvenes y progresistas, que difícilmente se habrían atrevido a adentrarse en los callejones más sórdidos y los locales menos salubres de Times Square en busca de material “especializado”, pero que podían sentirse apeladas por el atractivo transgresor de una obscenidad de baja graduación. A partir de este fenómeno, se establecería una diferenciación decisiva entre un porno chic —comedidamente abyecto en su contexto mainstream y ajeno a prácticas consideradas parafílicas– y otro doblemente marcado por el estigma de la perversión: underground y reservado a sujetos marginados por la naturaleza de sus apetencias. Gustos, sobra decir, que no podían ser colmados por la oferta del porno “generalista”. En este margen de insatisfacción, el tabú dentro del tabú, se revelaba la existencia de una gradación de lo obsceno.

Si bien a escalas distintas, ambos tipos de consumo pornográfico, el mainstream y el underground, compartían un carácter colectivo, pues se consumían en espacios compartidos: salas de proyección, sex-shops, saunas, burdeles. Y en tanto colectivos, cada uno de ellos desarrolló su propia idiosincrasia estética y comportamental, su propio auto-disciplinamiento; un conjunto de normas tácitas, suerte de moralidad porno, que operaba a modo de aglutinante del grupo en la experiencia común. La gradación de lo obsceno establecía el límite de lo permitido y lo inadmisible en el imaginario de cada grupo. Enunciaba un sentido de la meta-abyección, de aquello que, dentro del marco abyecto que es la pornografía per se, debía ser rechazado. La jerarquía del tabú dibujó un límite bastante evidente: en el porno chic, por ejemplo, no tenían cabida las prácticas categorizadas como fetichistas porque entraban en conflicto con su afán generalista (y finalmente regulador): fragmentaban el colectivo y lo precipitaban a una disgregación creciente a medida que aumentaba la gradación de la obscenidad.

No obstante, la irrupción del vídeo doméstico y la televisión por cable a mediados de la década de los ochenta precipitó el desplazamiento de la experiencia pornográfica del espacio público al privado, es decir, del marco colectivo al individual. Sumada al abaratamiento de los costes de producción y el consecuente aumento de la rentabilidad y la competencia, esta desarticulación del paradigma precedente redundaría en la práctica desaparición de los lindes que habían distinguido al porno mainstream del underground, así como de sus respectivas construcciones discursivas y (in)morales.

Deseo sin fricción

Síntoma evidente de la transformación del patrón pornográfico en la era neoliberal, durante la primera mitad de la década de los noventa el gonzo se erigió como el pornoestilo rey del VHS. Más directo y rudimentario, el gonzo introdujo en el circuito comercial un tipo de aparato discursivo hasta entonces reservado a los reels underground de ocho y dieciséis milímetros. Prescindía del relato que hilvanaba las escenas de sexo explicito en las cintas mainstream de los setenta —ya fuera la (delirante) historia de una mujer cuyo clítoris se halla en su traquea, caso de Garganta profunda, o el lúbrico paso por el purgatorio de una virgen suicida, en El diablo en la señorita Jones, inspirada en Huis clos de Sartreen favor de un mero encadenamiento de secuencias narrativamente descontextualizadas donde no había drama ni personajes, sólo acción. Únicamente una obscenidad desvinculada de manera paulatina de cualquier sistema de orden colectivo disciplinario, significada en un entorno ensimismado, autorreferencial, sin más abyección que la subjetivizada por el consumidor emancipado del grupo. Después del gonzo y el VHS, todos los kinks, por extremos que sean, devienen legítimos porque no necesitan más validación que la del sujeto deseante, protagonista de un mercado donde la satisfacción individual se comprende como culmen de la experiencia del capital. La horizontalización de todos los deseos, por anti colectivos que hubieran podido ser considerados en el periodo fordista, significa el fin de la capacidad organizadora de la obscenidad como agente modulador.

El proceso de fragmentación y desaparición del sentido colectivo de lo abyecto transcurre en paralelo al proceso de fragmentación de la imagen y el deseo que culmina en el porno online contemporáneo. En Camino al futuro (1995), Bill Gates anticipaba la reducción progresiva de friciones en el ejercicio del consumo que proporcionaría la convergencia de comercio e internet. El magnate estadounidense proponía el término “fricción” para identificar las imperfecciones e incomodidades propias del entorno offline que dificultaban la relación entre el consumidor y el producto más adecuado para su necesidad o gusto. Por ejemplo, si un aficionado al cine quería ver una película, suponiendo que esta estuviera en cartel cerca de su casa en el momento en que cristalizaba su deseo de verla, debía desplazarse a un local siguiendo un horario concreto, hacer cola, sentarse en un asiento determinado. Internet se revelaba como el medio idóneo para la vehiculación de un consumo sin apenas fricción, en el cual los obstáculos entre sujeto deseante y objeto de deseo se reducirían drásticamente. Así, la pornografía online constituye la expresión paroxística del proceso de “des-friccionalización” del consumo. No sólo está disponible las veinticuatro horas al día los siete de la semana durante todo el año. Las estructuras hiper-fragmentarias y ultra-específicas de los motores de búsqueda de las webs porno permiten,  además, una concreción absoluta del objeto del deseo individual. 

Tomemos como ejemplo los tres repositorios de clips pornográficos más visitados del mundo en 2023, Pornhub, Xvideos y XNXX, con más de 5.810 millones de visitas mensuales entre los tres. En todos los casos, en la primera página —a la que se accede después de clicar la opción “soy mayor de 18 años”— aparece un acceso directo a categorías organizadas alfabéticamente. En Xvideos, el usuario puede escoger entre las más de dos mil etiquetas que figuran entre “a-cuatro-patas” y “zzzzzzzz”. Puede, también, conjugarlas entre sí como le venga en gana, customizándose un fetiche a medida, personal e intransferible. La imagen pornográfica deviene, así, un recurso sumamente optimizado para la producción de orgasmos, finalidad última de una concepción eminentemente productivista del imaginario sexual. La lógica de este dispositivo de excitación instantánea es la misma de Amazon o TikTok: ahorro de tiempo. Experiencia individual y singularizada. Satisfacción inmediata. Siguiente.

Concebir la pornografía contemporánea como generadora de subjetividades por sí misma significa conferirle una autoridad ilocutiva —se adjudica a sus imágenes una capacidad legitimadora de las actitudes y comportamientos que muestran— que, en realidad, no tiene. Este enfoque se fundamenta en una visión del dispositivo pornográfico poco conectada con su realidad. A diferencia del porno fordista, el consumo del porno neoliberal no es comunitario y pasivo, sino individual y (inter)activo. Si en las películas “clásicas” la objetualización de los cuerpos inherente a la pornografía —la venta pública de una venta privada— se articulaba en la narración, fijada y común para todos los espectadores, en el porno actual el discurso no se dirige del porno al consumidor, sino que es la subjetividad del consumidor la que diseña el discurso. La figura del sujeto espectador ha sido sustituida por la del sujeto usuario. Hoy, lo primero que se objetualiza en el porno es el propio porno, convertido en un collage pulsional donde podría llegar a afirmarse que no se da una objetualización de los cuerpos porque no hay cuerpos, sino una relación dirigida por el consumidor entre objetos-etiquetas fragmentarios y emancipados. No hay mercantilización del cuerpo, sino de partes —bocas, penes, vaginas, anos, pies, manos— y características —corta, peso, color de piel, del cabello, tamaño de los pechos, de los genitales— del cuerpo. Un ex-cuerpo, ahora avatar, compuesto de módulos, apéndices y orificios auto-significantes, suma caprichosa de datos definida por el deseo desatado y des-situado del usuario. Hoy, la pornografía es, ante todo, una superficie reflectante del deseo neoliberal.

Facebook
Twitter
WhatsApp
Telegram
Email
Print

Deja un comentario

También te puede interesar

Todo es esto y esto es todo

Prólogo a la edición en catalán de Foreverism, de Grafton Tanner (Tigre de Paper, 2024). Por Oriol Rosell El 2 de diciembre de 2023, Kiss concluyeron su

Leer más »

POTENCIA Y RIESGO

Apuntes sobre la distopía Por Oriol Rosell Texto comisarial de la edición 2023 del festival EX/ABRUPTO La distopía no muestra EL futuro. Muestra UN futuro.

Leer más »