Prólogo a la edición en catalán de Foreverism, de Grafton Tanner (Tigre de Paper, 2024).
Por Oriol Rosell
El 2 de diciembre de 2023, Kiss concluyeron su End of the Road World Tour ante veinte mil personas en el Madison Square Garden de Nueva York. Después de dos horas de concierto y cincuenta años de carrera, la formación liderada por Gene Simmons, de 74 años, y Paul Stanley, de 72, se despidió definitivamente de los fans con la icónica Rock and Roll All Nite. Pero no fue la última canción de la noche. Ni el último show de Kiss. Después de que el grupo abandonara el escenario, las pantallas de vídeo anunciaron: “A new KISS era starts now”. Una nueva era de Kiss comienza ahora. Y los músicos fueron sustituidos por sus avatares holográficos, que interpretaron God Gave Rock and Roll To You. Gene Simmons y Paul Stanley no volverán a tocar en directo ni a componer canciones. Pero Kiss, en su encarnación digital y seguramente mediante una inteligencia artificial, sí. Kiss seguirán existiendo sin Kiss. Para siempre.
Las estrellas del pop sintéticas no son ninguna novedad. En 1996, la agencia de talentos japonesa Horipro creó a Kyoko Date, la primera virtual idol. En 2007, Crypton Future Media desarrolló a Hatsune Miku, la cantante holográfica más exitosa del mundo. Y entre 2016 y 2021, la youtuber digital Kizuna AI llegó a contar con más de cuatro millones de suscriptores. La tecnología también ha permitido las resurrecciones de la actriz Carrie Fisher —en The Rise of Skywalker (2019) pudimos volver a verla interpretando a la Princesa Leia, tres años después de su muerte— y de Amy Winehouse, fallecida en 2011 y protagonista en 2019 de una gira mundial finalmente cancelada. Incluso, ABBA volvieron a actuar en 2022 sirviéndose de sus espectros de 1979. Pero el caso de Kiss plantea un nuevo paradigma.
Hasta ahora, las estrategias comerciales de subversión del tiempo cronológico se habían alimentado de la nostalgia, satisfaciendo el deseo de retorno al pasado, de repetición, mediante su recuperación en el presente. Los avatares de Carrie Fisher, Amy Winehouse y ABBA, como las reediciones de libros y discos y los reestrenos de películas, llenaban un vacío. Porque la nostalgia requiere de una ausencia previa. Se alimenta de ella y en ella se significa. Para poder echar algo de menos, primero las cosas deben dejar de ser. Sin pérdida no hay experiencia de la falta, de ese vacío que puede llenarse con el ejercicio nostálgico. Pero Kiss no se acaban, no se van antes de volver. Enlazan con su propia inmortalidad. Los Kiss 2.0 no son un producto de la nostalgia, sino del porsiemprismo.
Como explica Grafton Tanner en el libro que tienes en las manos, el porsiemprismo consiste en “rejuvenecer cosas que han envejecido, insuflar nueva vida en cuerpos que ya han entrado en descomposición”, evitando “que las cosas viejas y obsoletas desaparezcan con el paso del tiempo, para que no las echemos de menos nunca más, para evitarnos el dolor del anhelo del pasado; en otras palabras, para que no nos despierten sentimientos nostálgicos”. Porsiemprismo, explica el autor, es el universo de Star Wars expandiéndose infinitamente a base de secuelas, precuelas y spin-offs; es el Alexa de Amazon hablando con la voz de las personas que hemos amado y ya no están; es la acumulación y preservación en la nube de momentos de vida digitalizados y definitivamente arrancados de las garras, para algunos crueles, del tiempo; son nuestros perfiles que nos sobrevivirán en las redes sociales; es la prohibición tácita de temer la nostalgia, la melancolía y la muerte. Es la obligación de vivir en un ahora permanente impuesta por el capital.
En la era del porsiemprismo, la única ausencia permitida es la de un final. Nada se acaba. Nada muere. Ciertamente, la falta de muerte bloquea la posibilidad de la nostalgia. Pero también la del duelo y, en consecuencia, la de superar lo que ya no es. De cambiar.
Internet desarticuló la idea del ahí. Todo está aquí, en esta pantalla. La distancia entre el punto A y el punto B se ha desvanecido. Una velocidad capaz de romper la lógica del desplazamiento la redujo a prácticamente cero, y todo lo que queda de la noción del viaje es un clic. De manera similar, el porsiemprismo ha anulado el mundo sin aquello. Sin aquello que existió y dejó de hacerlo y, simultáneamente, sin aquello que aún tiene que existir. Todo está aquí y esto, aquí, es todo.
Las narrativas persistentes que alimentan el porsiemprismo amplían lo ya conocido hasta saturar la esfera de lo real. Parece que no queda espacio ni aire para nada nuevo. Ni para nada viejo. Solamente para un eco y un reflejo perpetuos. Como si el presente fuera una enorme caja de resonancia con las paredes hechas de espejos enfrentados. El vacío prenostálgico ha quedado atiborrado de un pasado sin antigüedad, que no puede envejecer ni desaparecer. Y así, nos vemos abocados a vivir en un presente difícil de entender y de experimentar como tal; “un tiempo estático, en el que no puede pasar nada”, como dice François J. Bonnet, citado por Tanner. Hoy, un ahora atascado, denso y viscoso, nos impide avanzar o retroceder, atrapándonos en un mientras tanto perenne donde siempre hay algo urgente que hacer y nunca es muy diferente de otras cosas que se han hecho muchas veces antes. He aquí el sentimiento porsiemprista: la sensación, incómoda y pegajosa, de que todo es lo mismo.
En Un cadáver balbuceante (Holobionte, 2022), The Circle of the Snake (Repeater, 2020) y Las horas han perdido su reloj (en castellano, Alpha Decay, 2022; en catalán, Tigre de Paper, 2023), sus tres primeros libros, Grafton Tanner explicó los procesos de cooptación y capitalización de la nostalgia en la cultura y la política de los siglos XX y XXI, así como sus reverberaciones en el difuminado progresivo de los proyectos de futuro alternativos al neoliberalismo. En el tramo final de Las horas han perdido su reloj, el autor animaba a recuperar la imaginación de un mañana diferente, mejor y más justo para todos y todas, mediante la reconquista del deseo nostálgico, revolviendo en los pasados que aún no han sido procesados por las industrias del capital; incluso, en aquellos que lo han sido pero pueden volver a observarse con una mirada diferente. “Encerrado en esos espacios ocultos es donde encontrarás el futuro”, decía en la última frase de aquel ensayo. En Foreverism propone un cambio de maniobra con el mismo objetivo: para rehacer el futuro, hay que reubicar el presente; desbrozarlo, soltar lastre. Irrumpir de nuevo en la habitación de Dorian Gray y volver a destruir su retrato para liberarnos del hechizo hipnótico de su belleza eterna. Hay que hacer un exorcismo, desplegar un nuevo tipo de estrategia: reconciliarnos con la ausencia para devolver al pasado lo que le pertenece. Y conseguir que se quede allí para siempre.