Apuntes sobre la repetición
Un hogar es un retorno. Un espacio (emocional y a menudo físico) construido mediante acciones (emocionales y a menudo físicas) reiteradas en el tiempo. Un hogar es el deseo de reincidir en lo ya conocido: volver a acariciar el mismo cuerpo, volver a refugiarse bajo el mismo techo.
Un hogar es una frecuencia.
No puede haber hogar sin repetición.
Siempre que estoy solo contigo
Me haces sentir como si estuviera en casa otra vez
Siempre que estoy solo contigo
Me haces sentir que estoy completo de nuevo.
Siempre que estoy solo contigo
Me haces sentir que soy joven otra vez
Siempre que estoy solo contigo
Me haces sentir que vuelvo a ser divertido.
En Lovesong, Robert Smith relaciona el enamoramiento con el retorno y la reiteración. La compañía de la persona amada lo hace sentir “como si estuviera en casa otra vez”, “completo de nuevo”, “joven de nuevo”; lo hace volver a ser divertido. “Otra vez”. “De nuevo”. “Volver”. Repetir. Repetir. Repetir.
La presencia repetida del otro conduce a la reaparición del objeto de añoranza. El otro amado deviene, con su compañía, una máquina del tiempo; dispositivo mágico que articula un revivir del recuerdo, de la sensación y la experiencia pretérita. El amante es la magdalena de Proust. Su tacto, su olor, su sabor, vertebran la anamnesis, la reminiscencia.
En Lovesong, el amante es el hogar: allá donde siempre queremos volver. Aquello que siempre queremos repetir. Porque en ninguna parte más podemos mantener vivo lo que cada día perdemos un poco. El hogar y el amante son momentos emocionales criogenizados, a los cuales solo podemos acceder a través de la repetición.
Tendemos a pensar la repetición, el bucle, como un círculo. Una circunferencia sin principio ni final; una línea que se vuelve a dibujar, a reseguir, perpetuamente. No obstante, el lugar reseguido, la superficie donde volvemos a incidir, nunca es igual que la anterior vez que la transitamos. La reescritura continuada genera acumulación y profundidad, como un lápiz que cada vez que pasa por el mismo punto deja un nuevo residuo de carbón, un nuevo estrato que se suma al anterior y hunde algo más el papel. Cuando reseguimos la línea, cuando volvemos a dibujarla, el círculo repetitivo, que es un ciclo repetitivo, consolida su morfología y simultáneamente la transforma.
Del mismo modo, los afectos se acumulan y arraigan a través de la repetición. El hogar, pues, se constituye de acuerdo con el retorno al espacio y al estado previamente conocidos y sentidos. El mobiliario confortablemente familiar, los cuerpos ya acariciados, devienen hogar con la reiteración de su experiencia.
La repetición es el cimiento de la constitución de nuestros afectos y temores. La repetición maquinal provoca angustia, nos asusta, a causa de su inhumanidad. Porque la repetición de la máquina no genera acumulación ni profundidad, únicamente saturación y erosión. No se trata de una repetición constructiva, sino desgastante. El paso dado solo deja tras de sí una traza sin significado. Como si su dimensión conceptual estuviera hecha de polvo y la fuerza centrífuga del movimiento rotatorio la precipitara fuera del círculo con cada nuevo impulso. Lo que nos aterra, por tanto, es la incapacidad de la máquina para desarrollar vínculos afectivos mediante la repetición. Porque la máquina no tiene memoria. Su única capacidad de automodificación, en el caso de las inteligencias artificiales, es la autocorrección al servicio de la optimización de recursos. Una autocorrección que olvida automáticamente el estadio anterior, la razón de su transformación. Así, la repetición de la máquina solamente existe en la mirada del observador, fuera de ella, porque la máquina no puede recordar haber hecho la misma acción con anterioridad. Si existiera una subjetividad maquinal, una conciencia de sí misma en la máquina, estaría marcada por el descubrimiento permanente, porque no conocería el recuerdo, y, por ende, no podría vivir la repetición como tal.
La repetición reduce el riesgo. El riesgo de no conocer, del anuncio de la alteridad, del trato con el abismo de aquello que no sabemos, no podemos o no queremos explicarnos. La repetición actúa como una red de seguridad. Y como tal, custodia y preserva. Es conservadora. Nos priva de saber qué hay más allá de lo familiar. Porque discontinuar la reiteración implicaría adentrarnos en la incertidumbre.
La repetición puede arrebatarnos la capacidad de imaginar un futuro no previsible. Porque además de retorno, también puede ser retroceso. La repetición-retroceso desmoviliza. Frena. Reprime. Siempre hace volver atrás. Limita aquello que podría ser posible y lo reduce a aquello solamente probable; una extensión de lo que ya nos es próximo, entendible y susceptible de ser dominado. Solo evitando este tipo de repetición podemos llegar a lugares inexplorados, desarrollar nuevas realidades.
La nostalgia se sustenta en el deseo de una repetición-retroceso capaz de proporcionar la ilusión de dominio de la realidad. En una época donde la concepción de las personas en tanto sujetos históricos ha sido desplazada por la asunción depresiva de una naturaleza objetual, cuando parece que hemos perdido el control sobre los acontecimientos, la capacidad de modular la propia vida y la del colectivo, la nostalgia nos propone recular hasta un tiempo en el cual, se nos promete o queremos pensar, la historia la construíamos nosotros. Nos invita a repetirla. Pero en la mayoría de los casos, ese tiempo nunca existió.
“Anhelar el hogar tal y como es, eso es añoranza del hogar. Echar de menos el hogar tal y como era, eso es nostalgia”, escribe Grafton Tanner en Las horas han perdido su reloj. Pero en su aforismo no contempla el tipo de nostalgia del hogar, de deseo de repetición, retorno y retroceso, que atraviesa los imaginarios político y cultural contemporáneos. Donde se quiere retroceder es a un hogar virtual y falaz. Un hogar-alucinación.
La América que Trump prometió volver a hacer grande no fue una Arcadia de paz y bienestar, sino un país marcado por la segregación racial, la represión brutal de los derechos civiles y la paranoia antiizquierdista. El dios, la patria y la familia a los cuales se encomiendea Giorgia Meloni son el dios, la patria y la familia de los fascistas italianos de los años 30, no los de un remanso de libertad y prosperidad. Y aun así, las promesas se liberan del yugo de la realidad porque la necesidad de sentirse alguien, y no solo algo, superan la indisputabilidad de los hechos: sí, se vivía bajo una dictadura, pero mis padres, a mi edad, ya tenían el coche pagado y un piso de propiedad. Sí, no había igualdad, pero con el sueldo del hombre vivía toda la familia. Sí, las sexualidades disidentes estaban castigadas por ley, pero todo era más sencillo. Sí, se cometieron barbaridades medioambientales, pero la ciudadanía no tenía que cargar con la culpa.
La nostalgia contemporánea propone una repetición del mito, no de la vivencia.
En Invocación, la poeta uruguaya Cristina Peri Rossi escribe:
Que tu cuerpo sea siempre
un amado espacio de revelaciones
para que no sea
lo espacio donde se reflejan
las amantes que fueron
los cuerpos amados un día
y olvidados después
un amado espacio de revelaciones
y no de repeticiones.
En el poema, el objeto de deseo, un deseo romántico, erótico e imposible, no es simplemente el cuerpo de la persona que se ama. Se anhela una piel sin recuerdos, sobre la que las caricias de la autora deben vehicular una cadena sin fin de descubrimientos, de sensaciones no conocidas hasta su intervención. El cuerpo deseado es, pues, una superficie desprendida de repeticiones. De alguna forma, virgen. Para Cristina Peri Rossi, solo ese cuerpo virgen del amante alberga la posibilidad de un hogar, construido con la persistencia del contacto. Un volver continuado a la dermis, materia prima que debe sostener los muros de la relación-hogar.
La repetición permite el establecimiento de un orden. En consecuencia, es a la vez un recurso civilizatorio y represivo. Las normas enmarcan el orden y bloquean la posibilidad de que, sin límites, se disuelva en la multiplicidad infinita de eventualidades de lo que no tiene principio ni fin. Las leyes delimitan dónde comienza y dónde termina el orden. Pero para poder estabilizar sus lindes deben ser reiteradas, cumplidas una y otra vez. Y también transgredidas una y otra vez. Porque el reglamento otorga significado a la falta. Si no hay reglamento, no hay falta, así como si no existe la ley no puede haber delito.
Todo sistema ordenado requiere de un conjunto cerrado de elementos replicables. A partir de estas repeticiones sistematizadas se concluye la diferencia entre el bien y el mal.
La música es palabra repetida. La psicóloga Diana Deutsch lo demostró en 1995 con su teoría sobre el fenómeno auditivo conocido como speech-to-song illusion, o ilusión voz-a-canción. Deutsch creó un bucle con una frase suya. Observó que, después de escucharlo repetido varias veces, los oyentes dejaban progresivamente de percibirlo como un discurso y pasaban a entenderla como una canción. Sin embargo, el efecto únicamente funcionaba cuando las repeticiones eran idénticas y se sostenían durante un determinado período de tiempo.
Uno de los argumentos que utilizó Deutsch para explicar la ilusión voz-a-canción es la relevancia de la repetición en la música; la reaparición de un sonido o motivo dentro de una secuencia. La repetición en el contexto musical connota la existencia de un vocabulario limitado y articulado; una asignación de valores administrada por el músico.
La repetición en intervalos regulares es una de las formas más esenciales y básicas de composición. Músicas como el minimalismo o el techno han establecido un lenguaje dramatúrgico a partir de la superposición de patrones repetitivos regulares. Por ejemplo, la suma progresiva de diversas repeticiones regulares articula en gran medida la lingüística del crescendo. Y la resta progresiva de varias repeticiones regulares articula en gran medida la lingüística del decrescendo.
Del mismo modo, el hogar, en tanto experiencia emocional, se reafirma con la suma de acciones regulares: un “buenos días”, un domingo de pereza en el sofá. El primer síntoma de crisis en el hogar es, justamente, la desaparición progresiva e indeseada de estas secuencias; el decrescendo marcado por el silencio que rompe el saludo habitual y la ausencia del otro.
Sigmund Freud observó curioso cómo su nieto Ernst, de año y medio, pasaba mucho rato jugando a un juego muy particular. Ernst tiraba un carrete de hilo sujetándolo por una punta del cordel mientras gritaba “Oh” —inflexión infantil del término alemán Fort, “se va”. A continuación, el niño estiraba el cordel hasta recuperar el carrete diciendo Da, “aquí está”. El pequeño Ernst repetía este ritual de forma compulsiva una y otra vez, sin aburrirse. Y siempre cuando su madre estaba fuera. Freud concluyó que su nieto sustituía el llanto por la ausencia de la figura materna con el juego, que llamó Fort-da y del que habló en el segundo capítulo de Más allá del principio de placer (1920) .
Según Freud, Ernst simbolizaba las ausencias y retornos de la madre a través del juego, al lanzar y recoger el carrete, lo que le ayudaba a lidiar con las angustias que surgían por la sensación de estar solo. La repetición de la acción simbólica le permitía “controlar” esta experiencia, evitando que pudiera afectarle. Tirar el carrete era la madre marchando. Fort: se va. Recogerlo era el regreso de la madre. Da: aquí está. La reiteración facilitaba el control sobre los acontecimientos y los afectos.
Gracias a estas observaciones se realizaron valiosas contribuciones a la teoría y la técnica del psicoanálisis con niños, que otorga una importancia fundamental al juego en tanto experiencia que constituye, pero que también ayuda a soportar el peso de la realidad.
La vuelta al hogar, la voluntad de refugiarse una y otra vez en él, funciona de una manera similar. La casa, el espacio, es el carrete que siempre vuelve, al que siempre podemos volver. Y ese retorno, esa repetición, nos permite sobrellevar el peso de la realidad.