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Genealogía de la nostalgia

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31/03/2023
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Prólogo a la edición en catalán de Las horas han perdido su reloj, de Grafton Tanner (Tigre de Paper, 2023).

Por Oriol Rosell

Nunca digas: “¿Cuál es la causa de que los tiempos pasados fueron mejores que estos?” Porque nunca hay sabiduría en esta pregunta.

Eclesiastés 7:10

Dicen que el tiempo lo cura todo. Pero para que las heridas sanen, el tiempo debe transcurrir. Y hoy, parece haberse detenido. Como si el avance cronológico del tiempo hubiera quedado en suspensión, replegándose sobre sí mismo. El pasado se ha solapado con el presente y el futuro se ha desvanecido. Ninguna herida puede cicatrizar, condenándonos a un dolor perpetuo. Un dolor que solo la nostalgia alivia momentáneamente. Ya no buscamos consuelo en la imaginación de lo que tiene que llegar, sino en el recuerdo de aquello que fue. Incluso en la fantasía de aquello que queremos creer que fue. En lugar de esperar algo bueno del futuro, lo rebuscamos en el pasado. Hoy, el paisaje que devuelve el retrovisor ha devenido el destino del viaje. Pero, ¿por qué vivimos sumidos en este anhelo permanente de algo que muchas veces ni siquiera conocimos? ¿Cuándo la memoria dejó de ser un refugio puntual para convertirse en nuestra única morada? ¿En qué instante la nostalgia se volvió incompatible con la esperanza?

Svetlana Boym sostiene que el siglo XX “comenzó como una utopía futurista y concluyó sumido en la nostalgia”. Una nostalgia, cabe aclarar, distinta a la enunciada por Johannes Hofer, el ambicioso estudiante de medicina alemán de tan solo diecinueve años que el 22 de junio de 1688 presentó su tesis Dissertatio medica de nostalgia, oder Heimwehe en la Universidad de Basilea. Valiéndose de los términos griegos nostos (vuelta a casa) y algos (dolor), Hofer acuñó el neologismo “nostalgia”, tipificando una patología de la añoranza (“Heimwehe”, en alemán). Pero el “dolor por el retorno” ya se había identificado previamente. Era el mismo “mal del corazón” que durante la Guerra de los Treinta Años afectó a media docena de soldados del Tercio de Flandes, los cuales tuvieron que ser devueltos a sus hogares aquejados de una extraña dolencia que les provocaba pérdida del apetito, estado de melancolía y pensamientos suicidas. Con el tiempo, a este cuadro diagnóstico se sumarían otros síntomas como “taquicardia, erupciones cutáneas, hiperhidrosis (sudoración excesiva), dificultades auditivas, convulsiones, acidez, vómitos, diarrea y cualquier estertor o sibilancia que el estetoscopio pudiera captar en el pecho”, convirtiendo, en palabras del crítico literario Jean Starobinski, “un fenómeno emocional [Heimweh] en un fenómeno médico [nostalgia]”. 

La nostalgia contemporánea dista mucho de la afección clínica bautizada por Hofer, pero también de la concepción que la reemplazaría a principios del siglo xx, cuando se la desvinculó de la fisiología —y de terapias “curativas” como las infusiones de opio, la aplicación de sanguijuelas en el ano o los paseos por el campo— y se la retornó al ámbito de las emociones. Sentir nostalgia en un momento u otro, se concluyó, es inherentemente humano. E inevitable. Tanto como sentir tristeza o rabia en un momento u otro. Esta reformulación de la nostalgia en tanto afecto no entraba en conflicto con el progreso, del mismo modo que un ataque de rabia no resulta irreconciliable con una existencia pacífica ni un instante de tristeza con la joie de vivre. La nostalgia contemporánea, en cambio, es un animal muy distinto. Frena. Inmoviliza. En buena medida, simboliza el último clavo en el ataúd de la Modernidad, pues somatiza una desconfianza aparentemente irreversible en el progreso, hasta ahora fuerza motriz del avance civilizatorio moderno. El progreso albergaba una cadena de valores que invitaba a confiar en el mañana: expectativa, avance, confianza. La devaluación de esta idea ha comportado la crisis de fe en el futuro que nos obliga a echar la vista atrás y añorar lo ya acontecido. El foco se ha desplazado de la ilusión por un mañana mejor a la tristeza por la pérdida de un pasado mejor. Paradójicamente, ha sido el propio progreso, o al menos su secuestro por parte del imaginario capitalista, lo que nos ha conducido hasta aquí. 

El auge creciente y aparentemente imparable de la, llamémosla así, nostalgia sisífica —pues, como el mito de Sísifo, nos aboca a subir una y otra vez la misma montaña, sin posibilidad de llegar nunca a su cima y poder contemplar el paisaje que se oculta tras ella— surge, no por casualidad, en el mismo momento histórico en que Franco “Bifo” Berardi localiza el inicio del proceso de “lenta cancelación del futuro” formulada por el filósofo italiano. De hecho, ambos fenómenos se entrelazan y retroalimentan, revelándose puntales básicos de lo que Mark Fisher definiría para la posteridad como Realismo Capitalista, esto es, la conversión del capitalismo en un sistema cognitivo capaz de bloquear el desarrollo de cualquier imaginario distinto a él. Lo que algunos teóricos anglosajones han sintetizado con el acrónimo TINA: There Is No Alternative. No hay alternativa.

Francis Fukuyama proclamó el fin de la Historia a raíz de la disolución de la Unión Soviética en 1991. En opinión del politólogo estadounidense, el desmantelamiento del bloque comunista debía significar el paso a una suerte de no-tiempo ideológico marcado por el fin de las tensiones entre polos opuestos y el asentamiento definitivo de la democracia liberal como organización hegemónica del mundo. No obstante, para los habitantes del bloque capitalista, la Historia llevaba dos décadas acabándose. Al menos, desde 1973, el año de la crisis del petróleo y el golpe de Estado en Chile. El año en que todo empezó a venirse abajo.

El 16 de octubre de 1973, los países miembro de la OPEP decidieron dejar de exportar crudo a los estados que apoyaban a Israel en la Guerra de Yom Kipur a modo de represalia. A consecuencia del boicot, la economía occidental entró en recesión por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial, dando fin a las tres décadas de prosperidad capitalista que habían alumbrado el estado del bienestar y precipitando el comienzo de una sucesión inacabable de crisis globales —no menos de seis hasta el presente—. Un mes antes, el 11 de septiembre, las Fuerzas Armadas chilenas habían tomado al asalto el Palacio de la Moneda, sede del gobierno democrático presidido por Salvador Allende. El golpe se saldó con la instauración de una dictadura militar que se prolongaría hasta 1990. Bajo el mandato del capitán general Augusto Pinochet, el régimen sirvió de campo de pruebas para la aplicación de las tesis neoliberales gestadas originalmente en la Escuela de Economía  de la Universidad de Chicago por el think tank dirigido por George Stigler y Milton Friedman, los conocidos como Chicago Boys. Las mismas tesis que poco después adoptarían Margaret Thatcher en Gran Bretaña y Ronald Reagan en Estados Unidos, cambiando el rumbo de la economía y la política a este lado del planeta.

Sin tensión ni diferencia, la realidad se redujo a un todo único que solamente podía evolucionar expandiéndose horizontalmente, como una mancha de aceite. No hacia adelante, sino hacia los lados. Esta viscosidad, sumada a la desregulación de las finanzas, la globalización y el poder absoluto de los mercados característicos de las políticas neoliberales tendrían un efecto fulminante en la psique colectiva. Desde entonces, la percepción de que lo que hay es todo lo que puede haber, de que cualquier otra opción será peor, cuando no inviable, se ha instalado en prácticamente todos los aspectos de la vida y de las experiencias individuales y comunales, atrapándonos en un tiempo precarizado que no avanza, no lleva a ningún lugar otro. Una deriva cuya principal secuela ha sido la pérdida de nuestra propiocepción en tanto sujetos históricos. La desconfianza gradual en la capacidad transformadora de la ciudadanía, en las potencialidades propias, ha revertido el entendimiento del orden fenomenológico de las cosas. El mercado y la tecnología, antaño considerados objetos sometidos a nuestro control, se han erigido en agentes generadores de la realidad que nos toca habitar, relegándonos a la condición de náufragos sin voz ni voto más allá del consumo y la cita cuatrienal con unas urnas cuyos resultados se evidencian cada vez más simbólicos que efectivos. Así, incapacitados para soñar con un futuro distinto al presente, nos hemos quedado huérfanos de mañana. Un mañana que, de todos modos, tampoco sentimos nuestro. Por eso nos resistimos a olvidar. Porque renunciar a la remembranza del pasado significaría perder definitivamente lo poco que nos queda, el único amarre de certezas que impide que nos perdamos en un océano temible e insondable en cuya travesía, estamos convencidos, nunca se nos permitirá manejar el timón. No tenemos control sobre el futuro, pero sí creemos tenerlo sobre nuestro pasado. Ruiz de Santayana dijo que quién olvida su historia esta condenado a repetirla. Ahora la recordamos obsesivamente con la vana esperanza de poder repetirla.

No solo no queremos olvidar. Tampoco podemos. Siempre al alcance de la mano, siempre aquí y ahora, el pasado ha colonizado el presente hasta desnaturalizarlo por completo. Nuestro día a día transcurre en un remix temporal donde lo nuevo se confunde con lo viejo porque, reconozcámoslo, ya nadie espera nada bueno de lo insólito, de lo que está por conocer. La idea del capitalismo como generador de un futuro esperanzador, sustentada en la ruptura a través de la innovación, ha sido sustituida por una no menos rentable industria de la nostalgia. El neoliberalismo explota la nostalgia sisífica del mismo modo que el fordismo se alimentó de la producción de novedades. Perdámonos por un instante por los pasillos de un supermercado. Los productos más rompedores prometen métodos artesanales y recetas tradicionales. Lo de toda la vida. Las películas más taquilleras son remakes, secuelas y precuelas de títulos harto conocidos. Salvo contadas excepciones, pocas estrellas del pop menores de cuarenta años pueden llenar un estadio. YouTube, el gran repositorio de la memoria colectiva digitalizada, es la web más visitada del mundo después de Google. Hasta los muertos, convertidos en espectros binarios, siguen habitando entre nosotros: más de cincuenta millones de cuentas de usuarios fallecidos siguen abiertas en facebook. Si esta red social sigue existiendo en 2098, el número de perfiles de personas difuntas superará al de las vivas. En semejante tesitura, no debería sorprender a nadie el auge del nuevo fascismo. Porque si algo caracteriza a la ideología fascista es la fijación por el regreso al pasado. A una América grande. A una Italia regida por Dios, la patria y la familia. A una España feliz, tranquila y segura, sin aburridos debates identitarios, sin feminazis y sin MENAs. A un tiempo diferente y, sobre todo, mejor. Poco importa que ninguno de esos lugares nunca haya existido.  Las promesas se liberan del yugo de la realidad porque la necesidad de sentirse alguien, y no solamente algo, superan la irrefutabilidad de los hechos. Lo verdaderamente relevante es proporcionar las fantasías convenientes a las personas adecuadas en el momento idóneo. 

Una de las claves para comprender las resonancias siniestras de la nostalgia sisífica es precisamente la construcción mítica del recuerdo. No queremos volver al verdadero pasado, sino a una ilusión del pasado: una Arcadia hecha de leyendas y retazos mediatizados; una quimera que satisfaga nuestro deseo de control de la realidad. Un tiempo inventado en el cual, nos obligamos a creer, fuimos sujetos. No nos atraen las cosas tal y como fueron, sino tal y como nos gustaría que hubieran sido. Hofer describió la nostalgia como “symptoma imaginationis laesae”, síntoma de una imaginación desordenada. Siglos más tarde, Svetlana Boym advirtió de que “el peligro de la nostalgia radica en que tiende a confundir el hogar real y el imaginario”.

Esta confusión entre el hogar real y el imaginario y los distintos intereses que modulan la naturaleza del recuerdo en el marco de la nostalgia contemporánea son dos de los ejes vertebradores de la trilogía ensayística de Grafton Tanner, formada por Un cadáver balbuceante (2016; en castellano en Holobionte, 2022), The circle of the snake (2020) y el presente volumen. Un triunvirato donde el autor disecciona los mecanismos culturales, tecnológicos y políticos que articulan la actual industria de la memoria. Aún más decisivo, en Las horas han perdido su reloj reclama una (re)conquista de la nostalgia. Porque la nostalgia en sí misma no es el problema. Ningún sentimiento lo es. El conflicto surge a partir de un determinado tipo de gestión de este sentimiento. Por eso Tanner, sin rechazar la nostalgia, anima a salir del bucle sisífico. No dejando de subir la piedra, sino subiéndola por otras caras de la montaña. Asumiendo que la negación tajante de la nostalgia, de la legitimidad de sentirla, es una entelequia que difícilmente llegará a deslizarse del mundo de las ideas al de la experiencia. Así, propone abrazar nuevas concepciones radicales de la nostalgia: formas distintas de abrazar el pasado sin desvincularse del presente ni bloquear las potencialidades del futuro. Vindica el orgullo de la raíz y el hogar en oposición a la supuesta “libertad” del desarraigo y la movilidad, en el fondo trampas que conducen indefectiblamente a la precariedad laboral y emocional. Aunque, advierte, no se trata de adoptar una posición conservadora, sino de reformular los conceptos de “raíz” y “hogar”. Incluso del mismo tiempo. Porque el tiempo, afirma, puede ser observado como una entidad fractal, rizomática. Contra el tiempo lineal, invita a observarlo como una sustancia elástica, regida por la asimetría y la mutación continua; parámetros ambos dependientes de la relación que queramos establecer con él. Una esencia nuevamente bajo nuestro dominio. Somos nosotros, y no un gigante tecnológico, una major cinematográfica o un demagogo metido en política, quienes debemos elegir qué pasado añorar, cómo añorarlo y, si se tercia, cómo recuperarlo para invertir las enseñanzas que nos haya proporcionado en el desarrollo de un futuro. Porque, finalmente, de lo que se trata es de recuperar nuestra condición de sujetos. De retomar el control de la Historia. De volver. No a un tiempo concreto ni a un espejismo. A nuestra dignidad. 

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