Acontecimientos recientes como el derribo de estatuas de esclavistas y colonizadores o la retirada de películas como “Lo Que El Viento Se Llevó” de algunas plataformas digitales se enmarcan en el conjunto de estrategias empleadas en la guerra cultural que desde hace años enfrenta al pensamiento conservador con el progresista. Estos gestos revisionistas permiten abrir un espacio de duda donde el relato histórico puede volver a ser modulado, reescrito en sintonía con los presupuestos ideológicos de quien lo interpreta, con el fin último de legitimar esos mismos presupuestos. Dicho rápido y mal, es una manera de adjudicarse la razón. Lo que luego se haga con la legitimidad adquirida en la Kulturkampf y, más importante aún, cómo pueda trascender lo meramente simbólico, sobre todo si recae en agentes externos al poder hegemónico, es un asunto que, ya si eso, dejaremos para mejor ocasión.
La, llamémosla así, Reconquista del Relato, es un síntoma más, otro, de una concepción elástica y maleable de la Historia, asentada sobre un conjunto de narraciones susceptibles de ser reinterpretadas y/o negadas a perpetuidad. Una Historia en constante transformación.
Pese a las suspicacias que semejante iconoclasia despierte, no puede rebatirse de manera tajante la lógica que la articula. A fin de cuentas, la Historia la dictan los vencedores y, es de suponer, en el proceso se eliminan hechos y perspectivas de manera subjetiva e interesada. Como afirma el arqueólogo e historiador Neil Faulkner, autor de “A Radical History of The World“:
La Historia es un arma. Los poderosos tienen su visión de los hechos, la gente tiene otra. Y si comprendemos cómo se forjó el pasado, podemos armarnos para cambiar el futuro.
Así pues, juguemos.
Puestos a revisar, propongo el cuestionamiento del relato la contracultura en España. La versión oficial, alentada por un aparato cultural y político íntimamente ligado al PSOE y sus satélites autonómicos —especialmente el PSC en Cataluña—, habla de una generación de utopistas que entre finales de los sesenta y principios de los ochenta soñó con cambiar el sistema a base de música, tebeos, películas, drogas y folleteo, claudicando en la época de la Movida Madrileña y el boom de la heroína. Un resumen de trazo grueso, sí, pero la historia es de sobras conocida: Smash, Ajoblanco, Nazario, Star, Mariscal, El Víbora, Formentera, El Rrollo, Zulueta, Zeleste, Malvido, las Jornadas Libertarias y un largo etcétera.
En los setenta hubo muchas contraculturas en España: la de los muertos, la de los que se volvieron fachas, la de los que se retiraron a cultivar lechugas y la de los pobres, entre otras. Sin embargo, el relato dominante de La Contracultura —así, con mayúsculas— y su hundimiento es el de los vástagos bohemios de las clases media-alta y alta que acabaron acomodando sus antaño libertarias posaderas en las poltronas de las instituciones culturales y el establishment mediático.
A tenor de esta narrativa, con la socialdemocracia llegó el amansamiento y la apropiación, cuando no la superación, de lo underground, vaciando de sentido la resistencia libidinal de la Contracultura, disuelta en lo que Víctor Mercado llama “materialismo post-sesentayochista“, concepto consustancial al capitalismo cognitivo abordado en “Destruye y Mata a Tu Puta Madre“.
El problema que plantea el relato de La Contracultura —insisto en lo de las mayúsculas— no es sólo la mitificación exagerada de las acciones de un colectivo durante un período concreto, sino el modo en que desactiva la posibilidad de una continuidad contracultural progresista. Dicho otra vez rápido y mal, La Contracultura impide la existencia posterior de la contracultura —ahora sí, en minúsculas—, pues da por sentado que ya no hay nada que hacer, que los tiempos ya no permiten esa forma de resistencia. Algunos sociólogos y críticos culturales anglosajones emplean el acrónimo TINA (There Is No Alternative, en referencia a la célebre sentencia de Margaret Thatcher, quintaesencia del pensamiento neoliberal) para referirse al estadio mental al que, seguramente de manera involuntaria, ha contribuido la crónica de la caída de lo Contracultural.
Pau Riba, verso libre de La Contracultura, de los pocos que han renunciado a vivir en la nostalgia romantizada del fracaso y colgado lúcido donde los haya, aclaraba en “Barcelona Era Una Fiesta (Underground 1970-1983)“:
¿Por qué fracasó todo esto? No fracasó. Estoy harto de escuchar esta cantinela. Eso ni estaba destinado, ni podía triunfar. Eso sólo era una visión plasmada a través de una utopía de cara a poner sobre la mesa unas serie de cuestiones muy claras: la Libertad en mayúsculas, la libertad de sexo, la libertad de credo, la ecología. Todo eso, el feminismo, el gay power, todo eso continúa en marcha y sigue conquistando la mentalidad actual.
En el mismo documental, Riba proporciona una definición estupenda —y sin recurrir a Roszak— de la contracultura:
Esto es la contracultura: la cultura que nos ha llegado y nos venden no sirve, es una puta mierda; estamos yendo contra el iceberg y vamos a proponer otra.
La contracultura, puede concluirse, es una corriente de oposición a lo normativo, una actitud capaz de fluir en el tiempo, adaptarse a él y germinar en grupos diversos y con distinta intensidad, no el monopolio de una generación, un espacio y un tiempo determinados. No debe ser entendida como un fenómeno singular y mucho menos concluso, como ha alimentado el relato de La Contracultura española. Si se acepta esta versión, se acepta el TINA.
Plantear el modelo contracultural único que propone La Contracultura conduce, indefectiblemente, al desaliento.
(Continuará)