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Los continuos llamamientos a la responsabilidad individual. La condena sistemática e hipermediatizada de las actividades de ocio. La demonización de los jóvenes. El pasaporte inmunológico de Isabel Díaz Ayuso. 

Son muchos los gestos que delatan la intención, cada día más evidente, de adjudicar una dimensión moral al Covid-19; una reformulación para desvincular el contagio de las competencias institucionales y atribuir su propagación a las personas infectadas. Incriminarlas, incluso, de su propia infección. Si hay coronavirus, es culpa tuya. Si lo tienes, también.

Al virus se lo está reubicando en la misma categoría que comparten el SIDA, la cirrosis y la sarna: enfermedades que conllevan, de manera implícita, el enjuiciamiento moral de quien las sufre. Un enfermo que algo es, o algo habrá hecho, para contraerlas. Algo malo, se entiende.

Los primeros síntomas del giro venéreo —empleo este término porque las ETS son las afecciones cuya percepción está más claramente condicionada por el prejuicio ético— pudieron intuirse ya durante la fase de confinamiento, cuando los medios empezaron a referirse a los pacientes que superaban la enfermedad como “héroes” y “ejemplos a seguir”. Como si curarse fuera una cuestión de voluntad, y la muerte, un desenlace evitable, únicamente achacable a la falta de esfuerzo o al poco cuidado.

La estrategia recuerda poderosamente a la desplegada por la alianza entre el neoliberalismo y cierta rama de la psicología, autodenominada “positiva”, para inocular la idea de que alcanzar la felicidad depende por completo del esfuerzo individual, sin que los factores externos al sujeto —las coyunturas socio-económicas, políticas y culturales— ejerzan apenas influencia en el proceso. Por poner un ejemplo algo chusco pero ilustrativo, si una persona de clase baja, transgénero, de etnia gitana y sin estudios no es feliz, es porque no se ha esmerado lo suficiente en serlo. Sus circunstancias —clase baja, transgénero, de etnia gitana y sin estudios— y el contexto en que lo significan en tanto que individuo poco tienen que ver con su infortunio.

Como explican Eva Illouz y Edgar Cabanas en su revelador ensayo “Happycracia. Cómo La Ciencia y La Industria de La Felicidad Controlan Nuestras Vidas” (Paidós, 2019),  

Si lo que dice la psicología positiva fuese cierto, las malas condiciones de vida, el pobre funcionamiento de ciertas instituciones, la corrupción o la inseguridad laboral no tendrían nada que ver con los crecientes niveles de ansiedad, estrés o depresión de la gente. Que la felicidad no se relacione con las circunstancias, ¿no es, acaso, otra manera de justificar la asunción meritocrática de que, al fin y al cabo, cada cual tiene la vida que se merece? Después de todo, una vez descartado de la ecuación cualquier factor no individual, ¿qué queda sino el propio mérito, esfuerzo y persistencia que explique el que a algunas personas les vaya mejor que a otras, que sean más felices que otras?

La ecuación a la que hacen referencia los autores bien podría ser la enunciada por el doctor Martin Seligman, director del Positive Psychology Center de la Universidad de Pennsylvania y pope del wellness, en su fórmula de la felicidad, publicada en 2002: F (felicidad) = R (rango fijo) + V (voluntad) + C (circunstancias), en la que el valor de C, las circunstancias, tan sólo condicionaría el resultado, el grado de felicidad, en un 10%. En los últimos años, el mismo Seligman ha llegado a eliminar el factor coyuntural de su dispositivo mnemotécnico PERMA: Positive emotion (emoción positiva), Engagement (compromiso), Relationships (relaciones), Meaning and purpose (significado y propósito) y  Achievement (logro). 

Como la felicidad, el contagio del coronavirus está siendo desplazado a la fuerza al ámbito de lo estrictamente personal, desligado de la responsabilidad colectiva; o, para ser más exactos, de los agentes sobre los que recae la gestión de ésta. 

Es innegable que muchos ciudadanos dan muestras evidentes de insensatez y de falta de empatía en su modo de acatar, poco y mal, las directrices sanitarias. No obstante, antes de reprobarlos —o aparte de hacerlo, dada la emergencia de la situación—, cabe preguntarse a qué responden estas actitudes y por qué se dan. ¿De verdad el sistema educativo, la indigencia cultural, la morralla mediática, la precarización laboral, la falta de expectativas y la deshumanización alimentada por el neoliberalismo no tienen nada que ver? ¿De verdad la gente actúa así porque, sencillamente, es imbécil? 

Somos lo que comemos, sí, pero también lo que nos dejan comer y, sobre todo, lo que nos hacen comer.

Las individualidades descontextualizadas pueden ser culpabilizadas sin necesidad de tener que repensar la coyuntura que las determina. Pero el desolador espectáculo de insolidaridad al que estamos asistiendo, y del que se nos acusa, es, más allá de los sucesos puntuales, el fruto de una política de descomposición del sentido de lo social y de lo comunal, del sólo yo y del yo solo, de una miserabilización de la vida, de la nuestra y del valor que otorgamos a la de los demás.

A la espera de una vacuna definitiva, y ante el fracaso de las medidas de desescalada, implantadas a medias y de manera tan ambigua como ineficiente, el confinamiento podría ser el único recurso efectivo para contener el avance de la pandemia. Sin embargo, a fecha de hoy, aún con los rebrotes descontrolados y las cifras de nuevos contagios disparadas, otra cuarentena masiva parece harto improbable. Las consecuencias económicas serían tan catastróficas para el actual modelo productivo, incapaz de asumir un cese temporal de la actividad, y el coste político tan elevado, incluso para la oposición, que nadie está dispuesto a afrontarlas. Menos aún, a plantear una revisión de las superestructuras, un cambio de modelo que lo hiciera viable y menos traumático. Mejor lavarse las manos, cual Poncio Pilatos social democrat edition, y culpabilizar a las víctimas. Las del virus y las del sistema.

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