Hace unas semanas falleció Florian Schneider, cofundador de Kraftwerk junto a Ralf Hütter. Como era de esperar, las redes sociales lloraron al difunto durante días, posts y tweets elegíacos por doquier. Pero la pena genuina provocada por la desaparición de Schneider trascendía al deceso. Los lamentos parecían responder no sólo a la imposibilidad de volver a verlo en un escenario —cosa harto improbable, por otra parte, dado que llevaba retirado desde 2008—, sino, de alguna manera, al final de Kraftwerk. No necesariamente como entidad musical, aún activa bajo el mando de Hütter, sino como idea. Con la muerte del concepto Kraftwerk murió también una manera de pensar en el futuro que, en realidad, enmascaraba la resistencia tozuda a aceptar que nos hemos quedado sin uno.
Desde finales de los años ochenta, cuando publicaron “Electric Cafe” (1986), su último álbum con material nuevo —no cuento “Tour de France Soundtracks” (2003) por irrelevante—, Kraftwerk se habían enquistado en una contradicción: celebraban el futuro repitiendo el pasado. Su pasado. Casi treinta y cinco años, nada menos, llevaban —llevan— regodeándose en su propio legado a base de reediciones, remasterizaciones, remezclas y de casi todo lo que empieza por “re-”.
Según el diccionario de la RAE, el prefijo “re” alude a conceptos como “repetición”, “intensificación”, “negación” y “hacia atrás”. Ni más ni menos, los puntos cardinales del concepto Kraftwerk en el siglo XXI: repetir la fórmula, intensificar sus componentes —más espectacularidad, mejores visuales, mayor calidad de sonido—, negar su creciente extemporaneidad y volver una y otra vez hacia atrás en un loop infinito, como si el retorno a la memoria de un futuro distinto pudiera transformar el que hoy estamos convencidos que nos aguarda. Kraftwerk dejaron de mirar hacia adelante porque, como dijo Paul Valéry, el futuro ya no es lo que solía ser.
El concepto Kraftwerk nació en un momento clave de la historia. Como grupo existían desde 1970, pero fue en 1974 cuando pivotaron del sonido experimental y algo indefinido de sus tres primeros LPs a la revolucionaria concreción pop de “Autobahn”. El paseo en coche protagonista del disco significó el comienzo de un viaje sin retorno —o eso se suponía— hacia un futuro tecno-bucólico en el que los robots y los maniquíes bailaban para los hombres, las calculadoras de bolsillo creaban las más bellas melodías y las máquinas podían convertirnos en super-humanos.
La promesa de un futuro tan esperanzador como aquél caló hondo en un Occidente capitalista al borde del colapso, asustado como no lo había estado desde la Segunda Guerra Mundial. Hacía tan sólo un año que la fulgurante aceleración económica iniciada en la posguerra había entrado en una recesión que nadie había previsto a causa de la primera crisis del petróleo. El fin de la conocida como Edad de Oro del Capitalismo fue traumático y sumió a este lado del mundo en una depresión a la que no hicieron ningún bien las perspectivas que empezaban a vislumbrarse en Chile, donde, también en 1973, Nixon había apoyado el golpe de estado militar para convertir el país en el campo de pruebas de las políticas neoliberales que después aplicarían Thatcher en Gran Bretaña y Reagan en Estados Unidos. Pero aún faltaban algunos años para que eso sucediera, y alternativas como la que proponían Kraftwerk todavía parecían viables. O como mínimo, deseables.
En cierto modo, los germanos fueron aceleracionistas avant la lettre: al margen de la evidente carga irónica de muchas de sus canciones, desplegaron un imaginario no tan alejado de lo que neo-utopistas como Aaron Bastani hoy llaman Comunismo de Lujo Plenamente Automatizado. En la visión del futuro de Kraftwerk, la humanidad quedaba liberada de la obligación del trabajo gracias a la tecnología. Las máquinas se encargaban de todo —“We are programmed just to do / Anything you want us to”, cantaban los androides de “The Robots”—, permitiendo a las personas sumirse en un estadio perpetuo de ocio y contemplación de los aparatos que habían construido. Esta idea chocaba frontalmente con la desviación hacia lo siniestro de la percepción del progreso técnico. Si en las tres décadas anteriores la tecnología había sido motivo de admiración y regocijo por mor de la bonanza económica, a raíz del descalabro de 1973 esta visión sufrió una transformación radical. La tecnología pasó a ser entendida como una extensión del poder —siempre lo había sido, pero la evidencia afloró en cuanto las clases humildes se vieron privadas del acceso a ella— y, por asociación, como una amenaza, el vehículo con el que llegaría el Apocalipsis. Buen ejemplo de ello son las abundantes películas distópicas que sucedieron al colapso del modelo fordista, de “Cuando El Destino Nos Alcance” (Richard Fleischer, 1973) y “Almas de Metal” (Michael Crichton, 1973) a “La Fuga de Logan” (Michael Anderson, 1976) y “Mad Max” ( George Miller, 1979). En plena transición entre lo uno y lo otro, entre el tecno-optimismo y el tecno-pesimismo, el concepto Kraftwerk se alineó en lo primero, estableciendo una línea de especulación histórica alternativa que acabaría distanciándose de la realidad hasta el punto de sucumbir a lo retro-futurista. Por no llamarlo directamente kitsch.
Pero el alejamiento irreconciliable con la historia aún estaba por llegar. Durante casi tres lustros, el posibilismo del concepto Kraftwerk pudo aguantar los envites de la realidad porque parecía que el mundo aún estaba a tiempo de dar un volantazo, de enderezar el rumbo. Fue durante esos quince años cuando la influencia de los alemanes filtró en prácticamente todas las músicas que proponían algún tipo de futuro, del electro al synthpop y el techno. Hasta que con la caída del muro de Berlín se acabó definitivamente el mundo tal y como lo conocíamos y, con él, la posibilidad del futuro que daba sentido al concepto Kraftwerk.
(Continuará)