sense nom

Cultura de la depresión

, , , ,

22/04/2023
Facebook
Twitter
WhatsApp
Telegram
Email
Print

La transformación psicocultural del imaginario adolescente

Por Ricardo Fandiño y Oriol Rosell

Artículo publicado originalmente en la Revista de Psicopatología y Salud Mental del Niño y del Adolescente de la Fundación Orienta

La comprensión de la salud mental como un padecimiento ligado a condicionantes sociales, económicos, culturales o relacionales ha estado desplazada durante años por una perspectiva biologicista que pretende reducir el malestar psíquico a disfunciones orgánicas, muy centradas además en una supuesta etiología genética. Esta mirada reducida tuvo especial predominancia en tiempos de un especial optimismo sistémico, en los que nuestra civilización era entendida como el culmen del bienestar. En 1992 Fukuyama (2020) proclamaba el fin de la historia de las ideologías, en un sentido hegeliano, considerando que la democracia liberal occidental se había convertido en la forma definitiva de organización social humana, fuente de igualdad y prosperidad. La enfermedad, física o psíquica, en ese contexto, era entendida como una disfunción particular del sujeto. El propio sistema nos proveería de los medios para corregir dichas disfunciones. En el caso de las psicopatologías este tratamiento se producía a través de psicofármacos y psicoterapias entendidas como procesos de condicionamiento de adaptación del sujeto al sistema tal y como describió Althuser (1965). 

Este marco biologicista se ha visto superado por el importante incremento de problemáticas de salud mental que se han ido dando en este siglo y que han sido particularmente significativas a partir de la pandemia por la Covid-19 y de forma particular en población infanto-juvenil. En este incremento se han observado no solo mayores tasas de psicopatología en la población general, sino también un progresivo desplazamiento en las problemáticas de salud mental que con mayor frecuencia se observan en las consultas públicas y privadas. Esta evolución no puede en ningún caso explicarse desde la disfunción individual y está evidentemente en relación con factores socio-culturales y económicos. 

Dentro de lo mucho que escribió Freud (1980) a lo largo de cinco décadas, no suele ser muy referenciado el artículo La moral sexual cultural y la nerviosidad moderna de 1908, texto en el que establece cómo el antagonismo entre la vida pulsional y los elementos culturales definitorios de una época serán determinantes para desarrollo del sufrimiento psíquico predominante en la misma. Este texto serviría como punto de partida para que pensadores freudomarxistas del ámbito del psicoanálisis, la sociología y la filosofía pusieran en relación la salud mental con el sistema de creencias y valores propios de nuestra civilización caracterizada por el capitalismo en sus diferentes formas a lo largo de la historia. 

Los pensadores freudomarxistas establecen una relación directa entre el esfuerzo del sujeto por desarrollar una forma de ser adaptativa a un sistema socio-cultural y el desarrollo de la psicopatología.  Reich (2019) situaba el origen de la enfermedad mental en la represión y el control de las pulsiones sexuales entendidas las mismas en un sentido amplio como la base afectiva de todo sujeto. Estos mecanismos de represión y control serían las exigencias del sistema para convertirse en un buen ciudadano. Siguiendo esta misma línea conceptual Marcuse (2010) desarrolló la idea de la desublimación represiva como una evolución en las formas de control del capitalismo en la que progresivamente se desplaza la pulsión sexual hacia el consumo. En este sentido la expresión artística que funcionaba como una forma de sublimación o expresión civilizada de los impulsos institivos pasaría a ser progresivamente una mercancía que sustenta el propio sistema cultural. También Guattari (2004) continua esta línea de pensamiento cuando establece que la producción capitalista se expresa a través de fuerzas materiales, trabajo humano y relaciones sociales que funcionan como desplazamientos del deseo. 

Esta relación entre sistema social y enfermedad mental ha sido estudiada profusamente por Michel Foucault (2015) en Historia de la locura y extiende su tradición también a estudios sociológicos como el de Durkheim (2007) sobre las bases sociales del suicidio. El movimiento antipsiquiátrico operativizó estas ideas a través del rechazo a las prácticas que medicalizaban problemáticas de base psicosocial. Autores contemporáneos como Mark Fisher (2018) y Franco ‘Bifo’ Berardi (2022) profundizan en la relación entre el sufrimiento psíquico de la población y las últimas evoluciones del capitalismo, y en particular en las expresiones que la enfermedad mental está teniendo en la población más joven. 

Una característica de la evolución de nuestras sociedades ha sido la invención y evolución de la adolescencia como edad. Según Le Bretón (2014) la adolescencia surge en las familias burguesas del S.XVIII como una etapa de transición entre la infancia y la adultez a través de la que dar respuesta a la necesidad creciente de instrucción y preparación afectiva a través de la que integrarse en la vida de las sociedades industriales. Se podría decir que la adolescencia nace como respuesta a la creciente dificultad para constituirse en un ciudadano plenamente integrado en un entramado social complejo. En el transcurso de su historia la adolescencia es subsidiaria de los grupos etarios entre los que se encuentra (infancia y adultez). De forma progresiva se constituye en un mundo cultural, social y psicológico propio para a partir de la década de los 50 del siglo pasado ocupar progresivamente la centralidad social (Savage, 2018). Se podría decir que la adultez ha sido desplazada como edad deseable del humano por la adolescencia o en todo caso por una juventud inicial y plena. Así habríamos pasado el síndrome de la adolescencia normal de Aberasturi y Knobel (1971), entendido como la anormalidad del adolescente en tránsito de ser adulto, a la adolescencia como destino que señala una nueva normalidad social (Fandiño y Rodríguez, 2021). 

Todo este cambio en las características y configuración de las adolescencias está en relación con la evolución de nuestro sistema sociocultural y económico y tiene repercusiones en las características específicas del sufrimiento psíquico propio de esta época. Esta realidad mutante se puede rastrear en la producción de las culturas juveniles de los últimos años como iremos viendo a continuación. 

El asentamiento de la juventud en tanto grupo social, cultural y económicamente constituido y dotado de su propia idiosincrasia, ya se ha mencionado, cristalizó después de la Segunda Guerra Mundial. En la década de los cincuenta, la prosperidad económica en Estados Unidos y los cambios que comportó —aumento de la natalidad y acceso generalizado de la población blanca urbana a los estudios medios y superiores, entre otros— estimularon la aparición de the luckiest generation, la generación más afortunada: dieciocho millones de consumidores potenciales de entre doce y veinte años de edad con un capital estimado de diez mil millones de dólares. Para satisfacer las querencias y los afectos de aquel nuevo segmento demográfico, se desplegó la batería de mercancías —moda, alimentación, entretenimiento— que acotarían el imaginario de lo juvenil a modo de extensión de la cultura de masas; un espacio simbólico que no sería tanto una superficie reflectante del Trieb adolescente como un patrón de conducta concebido para modularlo en el seno de un sistema aún entonces adultocéntrico. El rock’n’roll y su iconografía definieron los límites estéticos y comportamentales de una fantasía emancipatoria, actuando como agentes reguladores de las pulsiones de sus participantes. Los jóvenes descubrieron simultáneamente su unicidad y el modo en que esta podía —debía— expresarse. No tardarían en descubrir también los límites de ese nuevo vocabulario.

Si en los cincuenta el colectivo juvenil se reconoció a sí mismo en tanto entidad singular, en los sesenta quiso devenir sujeto histórico. La convergencia del baby boom y movimientos emergentes como el antimilitarismo, el feminismo de la segunda ola o la lucha por los derechos civiles redundó en la cristalización del deseo de los jóvenes de modificar el presente y su futuro. Ya no se conformaban con habitar en el mundo; también querían cambiarlo. Así nació la contracultura, un conjunto de ideas y prácticas que abría una brecha en lo real, a través de la cual podía atisbarse una realidad otra, distinta a la regida por la autoridad adulta. El frenesí contracultural fue el combustible que propulsó al movimiento hippy, abanderado de la posibilidad de un modo de vida alternativo construido sobre los pilares de la paz, el amor y la comprensión. Pero el pensamiento utópico quedó herido de muerte a finales de la década. Los centenares de manifestaciones y actos organizados en todo el mundo no lograron detener la Guerra de Vietnam. El consumo de drogas duras se cobró miles de vidas, incluyendo las de iconos como Jimi Hendrix, Janis Joplin o Jim Morrison. La búsqueda de nuevas perspectivas espirituales degeneró en el entramado mercadotécnico de la new age, cuando no en la creación de sectas destructivas y grupos como la Familia Manson. Además, la primera gran crisis de posguerra estaba a la vuelta de la esquina. El aumento del precio del petróleo de 1973 marcaría el ocaso de los treinta años de prosperidad capitalista que dieron pie el estado del bienestar. En buena medida, la conjunción de desilusión y recesión fue el disparador que daría inicio a la colonización progresiva de lo depresivo en el imaginario pop que se desarrollaría en los años venideros.  

Nick Land y Sadie Plant (1994), fundadores de la Unidad de Investigación de Cultura Cibernética (CCRU por sus siglas en inglés) de la Universidad de Warwick, definieron la catástrofe como “el pasado haciéndose pedazos”. En este sentido, el derrumbe de la utopía contracultural fue catastrófico porque acarreó la rotura irreparable de una época de candidez, de fe en las capacidades factuales del deseo de transformación. El trauma fue doble, pues se articuló en la revelación de dos certezas: los jóvenes no podían cambiar las cosas, y ni siquiera el mundo que creían suyo, aquel que les permitía significarse, les pertenecía. No solo por la participación directa de las industrias culturales y del entretenimiento, adultocéntricas ambas, en su perfilado original; también por el creciente desdibujamiento de sus lindes identitarios. 

Land y Plant (1994) se refirieron igualmente a la anástrofe desde una perspectiva filosófica como “el futuro formándose”. En el ámbito de la retórica, la anástrofe es la figura consistente en la inversión de la posición de los elementos de una oración en contra de su orden lógico, sin alterar por ello su significado. Pero la transposición de factores socioculturales, políticos y económicos que aconteció a mediados de los años setenta en el Occidente capitalista sí alteró el significado de la realidad y su percepción. Coincidiendo con la crisis del petróleo, la primera generación que vivió plenamente el rock’n’roll se hizo adulta en una coyuntura muy distinta a la de sus padres. El súbito parón económico, la subsiguiente zozobra psicológica y el inicio de la etapa neoliberal del capitalismo, con los mandatos de Margaret Thatcher en Gran Bretaña y Ronald Reagan en Estados Unidos, sentaron las bases de un nuevo futuro formándose, recurriendo al aforismo de Land y Plant. Un escenario, aún vigente hoy, caracterizado por la provisionalidad y la incertidumbre. La solidez de unas perspectivas vitales hasta entonces indiscutidas comenzó a descomponerse, dando paso al estadio líquido de la modernidad tardía teorizado por el sociólogo y filósofo polaco Zygmunt Bauman (1999). En ese nuevo marco, la concepción de la adultez fue sometida a un proceso, todavía inacabado, de reescritura radical. La mayoría de edad dejó de ser garantía de seguridad laboral y estabilidad financiera y emocional. Sujeto a la amenaza perenne de una precarización inminente, al continuo vaivén de una sucesión inacabable de crisis —no menos de seis recesiones globales desde 1973 hasta el presente— y a la necesidad de lo inmediato como principal recurso para la satisfacción personal, el nuevo adulto acabaría renunciando a los valores y símbolos tradicionalmente asociados a su condición, convirtiéndose en una suerte de adolescente tardío: biológicamente templado pero psicológicamente marcado por la inquietud y la indecisión. 

Difuminados los límites que distinguían a la adolescencia de la adultez, los nuevos adultos reclamaron su derecho a la música pop, sintiéndola propia en tanto adolescentes tardíos —o adultescentes, en palabras de Ricardo Fandiño y Vanessa Rodríguez (2021)— y diluyendo, por ende, la connotación netamente juvenil de aquella. El rock progresivo, el pop para grandes estadios, el soft-rock y el muy significativamente denominado Adult Oriented Rock (AOR), rock dirigido a adultos, gozaron de gran éxito comercial en la segunda mitad de la década de los setenta. Fueron los principales frutos del desplazamiento intergeneracional de un sonido y una cultura en principio pensada en exclusiva para los jóvenes. En semejante tesitura, la aparición del punk significó un intento de reordenación del espacio simbólico adolescente adaptado al cambio de paradigma

El relato hegemónico ha insistido en relacionar al punk con el nihilismo, fundamentándose principalmente en el celebérrimo eslogan “no future”, no hay futuro, entresacado, por si hace falta recordarlo, del estribillo de God save the queen. Sin embargo, es necesario recordar que el mensajede los Sex Pistols coexistió con otros de carácter bien distinto: del “cámbialo, es cosa tuya” (Alternative Ulster, de Stiff Little Fingers) y el “no me digas qué tengo que hacer” (Don’t dictate, de Penetration) al “control total, incluso sobre esta canción” (Complete control, de The Clash) y el “si los chavales están unidos, jamás serán vencidos” (If the kids are united, de Sham 69). Esta diversidad ha sido omitida de manera reiterada por la voluntad, algo artificiosa, del análisis académico, empeñado en conectar el punk con vanguardias artísticas (dadá) y políticas (el situacionismo) y desvincularlo hasta cierto punto del subtexto pulsional que desde los rockers seminales ha atravesado a todas las subculturas pop. Un esencialismo actitudinal fácilmente identificable en el punk —rebeldía, narcisismo, inestabilidad emocional, deseo de emancipación, adhesión al grupo de iguales—, aunque esta vez se conjugaría, por vez primera, con un entendimiento del Yo juvenil recontextualizado en el marco post-crisis del 73. Lo que muchos quisieron interpretar como nihilismo fue la irrupción brusca, violenta incluso, de una consciencia hiperrealista que entraba en conflicto con el carácter fantasioso del hábitat cultural de los jóvenes. Volviendo a los eslóganes y a los Sex Pistols, quizá el más certero de todos fue “el gran timo del rock’n’roll”, que dio título a su película póstuma.    

El punk volvió a modular las tensiones relacionales del campo simbólico juvenil con el adulto deconstruyéndolo y reformulándolo. Ante el saqueo gradual de los atributos adolescente, los punks respondieron apropiándose de rasgos históricamente asignados a la edad adulta. Principalmente, el imaginario psicopatológico. Nunca antes el pop había hecho referencia a la esquizofrenia, la depresión, la ansiedad y la pulsión suicida. La locura y la muerte ya no eran las espectacularizaciones erotizadas plasmadas en los cancioneros de las dos décadas anteriores. En el punk nadie enloquecía ni moría de amor: moría de sobredosis, de una paliza, de un navajazo o por su propia voluntad, presa de un hastío vital inconsolable. 

Los jóvenes punks renunciaron a su propia juventud, o a cómo se suponía que debía ser. Sus preocupaciones se entremezclaron hasta confundirse con las de los adultos, sometidos a su vez a un proceso de des- y re-identificación análogo, si bien en el sentido opuesto. No obstante, no puede magnificarse el impacto del punk en el inconsciente juvenil global. La proyección mediática del fenómeno fue fugaz, su rentabilidad comercial, escasa, y su alcance cultural, limitado. Habría que esperar tres lustros para que el arquetipo del adolescente prematuramente ‘adultizado’ se incorporara al mainstream encarnado en el grunge, con sus aristas —la violencia, el feísmo y la hipoerotización de los cuerpos típicas del punk— convenientemente pulidas. Fruto de este vaciado de contenidos conflictivos, la estética grunge enfatizó la vertiente depresiva en tanto signo de “madurez” y “profundidad”. Paradójicamente, el nuevo ídolo pop renunciaba a la superficialidad y la liviandad del pop. A su propia condición de adolescente. Era un inadaptado sensible y atormentado, suerte de antihéroe existencialista cuya desazón metafísica se canalizaba a través de unas letras teñidas de pesimismo y oscuridad. El icono de aquella generación, Kurt Cobain, líder de Nirvana, tituló una de las últimas canciones que compuso antes de dispararse en la cabeza con una escopeta I hate myself and I want to die. Me odio a mí mismo y quiero morir.

En La distinción (2012), Pierre Bourdieu explicó las relaciones de poder entre sujetos culturales mediante la acumulación de distintos tipos de capital simbólico dentro de los campos donde la acumulación y el uso de esos capitales tiene lugar. Después del grunge, el imaginario juvenil quedó jerarquizado en base a la depresión como capital simbólico. Quien más sufría, quien peor lo pasaba, mayor prestigio adquiría dentro del orden cultural adolescente. Un estudio de la Lawrence Technical University de Southfield, Michigan (Kresovich, et.al. 2021), demostró este giro depresivo alimentando una inteligencia artificial con las letras de más de seis mil canciones que habían formado parte de las listas de éxitos entre 1951 y 2016. Los resultados no dejaron lugar a dudas: el pop del siglo XXI estaba dominado por la tristeza y el decaimiento emocional. Estrellas de cuño reciente como Billie Eilish, Lana del Rey o el grueso de artistas emo-trap, con el malogrado Lil Peep a la cabeza, lo dejaban claro. 

Las resonancias sociopolíticas de este viraje hacia lo depresivo no pueden ser pasadas por alto. Si, como sostiene el pensador italiano Franco ‘Bifo’ Berardi (2017), la depresión es la muerte del deseo, una juventud deprimida es una juventud huérfana de deseo y, sobre todo, incapaz de constituir un ‘nosotros’ deseante capaz de impulsar cualquier tipo de cambio.

Aceptando que la psicopatología refleja, tal y como postulaban los freudomarxistas, la tensión existente entre el deseo del sujeto y su proceso de adaptación a un estándar sociocultural que va evolucionando en el tiempo histórico, es pertinente interrogarnos acerca de la transformación de la psicopatología del adolescente en estos últimos años y su relación con los cambios que se han venido dando en nuestro entorno.

Tradicionalmente la mirada que desde la psicopatología se ha tenido de la adolescencia ha puesto el acento en su funcionamiento transgresor. Los adolescentes con problemas de salud mental eran mayoritariamente aquellos que por su conducta o actitud transgredían los límites socialmente aceptables. Así etiquetas diagnósticas como el Trastorno de Conducta (TC), el Trastorno Negativista Desafiante (TND) o el Trastorno por Déficit de Atención con Hiperactividad (TDAH) han sido predominantes en las consultas de salud mental infanto-juvenil. Se trataba, en todo caso, de jóvenes rebeldes, incómodos para el sostenimiento de un orden social determinado, ya sea en el aula, en la calle o en las casas, y a los que se trata principalmente con medicaciones que les ayudan a controlar sus impulsos y centrar su atención para de este modo adaptase a la normativa social, acompañando este trabajo, de forma subsidiaria, con terapias cognitivo-conductuales que los dotan de estrategias para estar en el mundo “como hay que estar”.  

En estos últimos años nos encontramos con un desplazamiento en el malestar adolescente. Según un informe publicado por la Organización Mundial de la Salud (OMS) en 2014, titulado Health for the world’s adolescents, la depresión ya era la principal causa de enfermedad y discapacidad entre los adolescentes de edades entre los 10 y los 19 años. El suicidio se ha convertido en la primera causa de muerte entre los varones de 15 a 29 años y las hospitalizaciones por autolesiones entre los 10 y los 24 años casi se han cuadruplicado en las últimas décadas: de 1.270 en el año 2000 a 4.048 en 2020. 

A principios del siglo pasado Durkheim (2007) estableció las bases sociales del suicidio distinguiendo entre suicidios egoístas, altruistas, anómicos y fatalistas. El suicidio anómico sería el que se da en sociedades cuyas instituciones y cuyos lazos de convivencia se hallan en situación de desintegración. También es interesante la lectura que Merton (2002) realiza de la anomia como disociación entre los objetivos culturales y el acceso a los medios necesarios para llegar a esos objetivos. En el contexto sociocultural en el que nos encontramos la relación entre medios y fines está evidentemente debilitada. El mandato social es de conquista del éxito y la felicidad a través de un reconocimiento público generalizado que se debe traducir en una gran capacidad de consumo. La frustración derivada del fracaso de estas expectativas y una vivencia generalizada de deterioro del futuro terminan produciendo formaciones reactivas en las que predominan las perspectivas retrotópicas (Bauman, 2017) dentro los discursos sociales adultos. La insistencia en unos “buenos viejos tiempos” que responden a un recuerdo idealizado generan en el adolescente una suerte de ‘nostalgia del futuro’ que favorece diferentes problemáticas de salud mental de base melancólica.

Desde esta perspectiva la rebeldía adolescente que quiere apropiarse del mundo, reformularlo a partir de sus propios ideales, enfrentarse a la ley como limitadora del deseo, va dando progresivamente paso a la depresión del adolescente atrapado en un mundo sin futuro, donde el adulto no le plantea ya un conflicto intergeneracional sino un juego de espejos de resonancias claustroagorafóbicas. 

No deja de ser significativa la creciente demanda de atención clínica en los centros de menores, tradicionalmente dedicados a la atención de los adolescentes en los márgenes y caracterizados por la desestructuración social que se sintomatizaba a través de la conducta disruptiva y en ocasiones el delito. La demanda terapéutica en contextos institucionales que se han estructurado alrededor de lo que Foucault (2022) denominaba “vigilar y castigar” intenta dar respuesta a las problemáticas de salud mental que parecen pasar a un primer plano en el imaginario del adolescente contemporáneo. Esta misma realidad se ve reflejada en los centros escolares donde se ponen en marcha protocolos para la prevención del suicidio o en el tratamiento que se da a la adolescencia en los medios de comunicación donde predominan tags como tardía, precoz, salud mental, psicología, depresión, ansiedad…

Esta nueva normalidad depresiva que caracteriza al adolescente contemporáneo ha cambiado la esencia misma de dicha etapa arrinconando su función transformadora para dar paso a un duelo sin fin, una vivencia circular. Ya no se trata de una edad de transición entre la infancia y la adultez, entre el viejo y el nuevo mundo, sino un bucle que se inicia antes de la pubertad y se extiende ad aeternum en una búsqueda continuada de lo que la vida debía haber sido y nunca será. Franco ‘Bifo’ Berardi (2022) extrapola esta visión a una sociedad donde lo conjuntivo ha dado paso a lo conectivo, compuesta de sujetos que se caracterizan por rasgos autistas, desvinculados y con graves dificultades para el desarrollo de la empatía emocional. 

Las políticas de salud mental características del neoliberalismo, individualizadas e individualizantes, resultan con frecuencia yatrogénicas al estar atravesadas por la misma lógica sistémica que genera el padecimiento que intentan tratar. Las manifestaciones psicopatológicas de este nuevo zeitgeist adolescente necesitan de un marco comprensivo que supere la mirada adultocéntrica y la respuesta asistencialista para pasar a construir espacios comunitarios en los que lo social debe ser recuperado e incluso reinventado como lugares donde lo nuevo es posible. Se trata de potenciar la oportunidad de transformar la condición presente en un futuro que será primero idealizado, después desidealizado y finalmente superado por un nuevo futuro. 

Facebook
Twitter
WhatsApp
Telegram
Email
Print

Deja un comentario

También te puede interesar

POTENCIA Y RIESGO

Apuntes sobre la distopía Por Oriol Rosell Texto comisarial de la edición 2023 del festival EX/ABRUPTO La distopía no muestra EL futuro. Muestra UN futuro.

Leer más »

¿Qué tenían en común Aldous Huxley, John Fitzgerald Kennedy, Lemmy y Adolf Hitler? La afición a las anfetaminas. De las Stuka-Tabletten distribuidas por los nazis entre las tropas de las SS a la meta cristalizada, de la benzedrina al khat servido por los señores de la guerra a las milicias somalíes, la historia del siglo XX es también una historia del speed, la perfecta droga capitalista.

Suscríbete al boletín para recibir una notificación

De “Stranger Things” al asesinato de Gabriel Cruz. De “Broadchurch” al cadáver de Alan Kurdi en una playa de Turquía. La proyección mediática de la infancia parece inevitablemente atravesada por la catástrofe. Todas estas imágenes reflejan un miedo nuevo: el miedo a los niños, en tanto que sujetos disruptivos en un presente, paradójicamente, cada día más infantilizado.

Disponible a partir del 23 de Julio de 2020

Suscríbete al boletín para recibir una notificación

En Tácticas de Choque utilizamos cookies para gestionar tu experiencia de navegación y para analizar lo que haces en el web. También podemos seguirte por otros sitios donde navegas por si alguna vez queremos mostrarte anuncios.

[give_form id=”936″]