Las crisis son, en esencia, variaciones incontroladas de velocidad. La del 2008 fue provocada por el incremento excesivo de la velocidad de enriquecimiento de las élites financieras. Lehman Brothers, AIG y tantas otras entidades de inversión se saltaron los límites establecidos por las leyes reguladoras del mercado bancario. Trucaron sus carburadores con hipotecas subprime para adelantar, por la derecha y con escaso dominio del volante, al resto de sus competidores. No hace falta incidir de nuevo en las consecuencias del inevitable siniestro. La depresión del 2020, en cambio, se debe a un aminoramiento brusco de la rapidez productiva, provocado por el impacto global del coronavirus.

No puede entenderse nuestro tiempo sin contemplar su velocidad y la manera en que nos relacionamos con ella. O las sustancias que nos permiten fundirnos con ella, devenir aceleración. Hablemos, pues, de velocidad y de speed.

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