Las crisis son, en esencia, variaciones incontroladas de velocidad. La del 2008 fue provocada por el incremento excesivo de la velocidad de enriquecimiento de las élites financieras. Lehman Brothers, AIG y tantas otras entidades de inversión se saltaron los límites establecidos por las leyes reguladoras del mercado bancario. Trucaron sus carburadores con hipotecas subprime para adelantar, por la derecha y con escaso dominio del volante, al resto de sus competidores. No hace falta incidir de nuevo en las consecuencias del inevitable siniestro. La depresión del 2020, en cambio, se debe a un aminoramiento brusco de la rapidez productiva, provocado por el impacto global del coronavirus.
No puede entenderse nuestro tiempo sin contemplar su velocidad y la manera en que nos relacionamos con ella. O las sustancias que nos permiten fundirnos con ella, devenir aceleración. Hablemos, pues, de velocidad y de speed.
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¿Qué tenían en común Aldous Huxley, John Fitzgerald Kennedy, Lemmy y Adolf Hitler? La afición a las anfetaminas. De las Stuka-Tabletten distribuidas por los nazis entre las tropas de las SS a la meta cristalizada, de la benzedrina al khat servido por los señores de la guerra a las milicias somalíes, la historia del siglo XX es también una historia del speed, la perfecta droga capitalista.
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De “Stranger Things” al asesinato de Gabriel Cruz. De “Broadchurch” al cadáver de Alan Kurdi en una playa de Turquía. La proyección mediática de la infancia parece inevitablemente atravesada por la catástrofe. Todas estas imágenes reflejan un miedo nuevo: el miedo a los niños, en tanto que sujetos disruptivos en un presente, paradójicamente, cada día más infantilizado.
Disponible a partir del 23 de Julio de 2020
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